Fue casi sin pensarlo. Estabas ahí, a unos metros cerca de mí, y sin percibirlo murmuré tu nombre y mis ojos se llenaron de dolor. Te ví, no por más de cinco segundos, pero sólo eso me bastó para reconfirmar que no puedo sacarte de mí. No pienses que siempre vas a estar en mis pensamientos porque, algún día, voy a volver a ser felíz. Voy a encontrar personas que me hagan a sentir más valorada. Voy a encontrar a alguien que quiera ayudarme en lo que necesite y cuando lo necesite. Voy a encontrar a alguien con un perfume más rico que el tuyo, y me va a dar abrazos mejores que los tuyos. No tendrás comparación con él.
Esto, como todo lo que te dije, te va a causar risa: sigo soñando con vos. Sueño con que un día vengás y me pidás perdón por no haber respondido a mis palabras; te imagino sintiéndote culpable por lo cobarde que fuiste. Me imagino a mí, gritándote, diciéndote que todo era cierto, que nunca sentí cosas así por nadie más, que todo era y es puro y verdadero. Me imagino diciéndote que nadie te va a querer como yo, que quisiera estar siempre con vos aunque no lo supiste entender. Sueño con decirte que no esperaba que me quisieras, sólo quería sacar toda la mochila que llevo cargando hace varios años. Pero como todo sueño que suelo tener, inevitablemente, no falta el final felíz: te imagino diciendome que me calle, que ya entendiste, y después me abrazas y me agarras la cara, me sonreís con una de esas sonrisas que me derriten, y me das el beso que esperé por tanto tiempo.
Pero al final, no queda nada, sólo sueños. Y en lo único que se parecen esos sueños a la realidad, es que en los dos te amo con la misma intensidad.